viernes, 1 de febrero de 2013

Murió Bonifaz

Murió Bonifaz. 

Murió Sada, murió Bonifaz, murió mi padre. 
El final de la infancia (de la infancia real que se prolonga hasta la juventud) tiene que ver con la muerte de los héroes. Un día Superman se hace viejo, le cuelga la piel de los brazos, le cruje la espalda, se le suelta el vientre como a una embarazada y da pena hablarle tan alto para que escuche. Un día, los héroes se vuelven angustia y mueren. 

Y nosotras, nosotras nos quedamos desamparadas. No lo sabemos, no de golpe. Pensamos en la pérdida y en la tristeza de no ver en lo sucesivo al difunto. Pero el dolor  verdadero llega más tarde, cuando sabes que no estará allí para proteger (para cuidar la ciudad, para, como gárgola en algún tejado, salvar la ciudad con la mera vista). Y nos harán más falta cuando estén muertos que cuando estaban vivos. Y los recuerdos, los pocos que tengamos, se enrarecerán en la memoria de tanto repetirlos. 

Pienso en el último día que me despedí de mi padre en el aeropuerto y pienso en sus lágrimas. Pienso en las lágrimas que lloré cuando fuimos a visitar a Bonifaz Nuño en el Colegio Nacional; pienso en que abrace al maestro y en que su chaleco era de satín amarillo. Pienso en la última llamada de Sada y en la sangre en sus botas. 

Tengo un gran frasco de vidrio, con un ramillete de olorosas florecillas amarillas, cuyo nombre desconozco y que nunca había visto antes, pienso que estas flores son en honor a Bonifaz Nuño. Quiero pensar que de mi ramillito de flores sale un haz de luz que cruza desde aquí, la frontera con Siria, hasta México y que algo será, que algo simbolizará, aunque ese algo sea efímero y triste y solitario y casi nada. 

¿Qué nos queda? ¿Quién? Ni siquiera para verle de frente, sino tan sólo para velar la ciudad (como un héroe de cómic, como cualquier héroe) ¿Quién luchará entonces contra el mal de Montano, si nosotras ya nos hemos rendido?


***

Rubén Bonifaz Nuño, Fuego de pobres.

38
Esta noche de trenes,
de poblaciones emigrando,
de corporales sueños, de violadas
respiraciones en la arena
movediza del viaje, lo recuerdo.

(Fue, tal vez, necesario el incipiente
amor; callar a solas con extraños,
y las cosas más tiernas,
mientras la boca se endurece
y una crecida barba, de cadáver
reciente, me prolonga.)

Y sin embargo, cuántas veces
te habrán reconocido; por los ojos,
o por la ausencia que dejaste;
por el cabello sobre el hombro, al irte,
y el andar que descubre lo que eras.

Pues sé que nos pusieron,
al nacer, otro nombre, y un camino
que recorrer, y un tren para el camino.

Un tren sonámbulo que huye,
en dirección opuesta, irreversible,
de los que cruzan ya perdidos;
por un saludo heridos ya de muerte,
marcados para siempre, señalados;
buscadores de un signo en la mazorca
muchedumbre de rostros.

Y todo esto sin falta, aconteciendo; todo pasando,
todo viniendo y alcanzando y yéndose.

Amiga, no me olvides; no me olvides,
amigo; no te pierdas, espérame.

Como a la máscara del baile,
vengo de lejos a ocupar mi cara;
por detrás y en silencio, a mis balcones
lacrimales, al sabor de mi boca,
al olor de las cosas que esperabas.

Estoy sin tierra firme; estoy saliendo,
a donde quiero, de estas últimas
lentas horas de viaje que termina;
sombra larguísima, pantano
de silbatos, de ruedas que repiten
su palabra distinta a cada uno;
estaciones mendigas, como fechas
alumbradas apenas, donde duele
lo que se aprende dormitando.

No me olvides, espérame.

Yo, el de las cartas sin destino;
el de palabras no creídas,
el que siembra en lo oscuro, te lo pido.