viernes, 7 de marzo de 2014

Sobre el amor

A Andrea Vázquez

1. Quiero dormir cansado para no pensar en ti

Tengo 27 años y me enamorado completamente dos veces, una a medias y otras tantas en algunos cuartos, en octavitos repartidos como el Café de Michoacán en bolsas de papel.
Hace muchos años que no escribía del amor. Cuándo era una muchacha me rompieron el corazón como se rompen el corazón los muchachos; con pompa y platillo, con llantos doblados sobre los llantos, esquinas bohemias repletas de cerveza indio, amistades que se tejen en medio de ese dolor del abandonado y que desaparecen cuándo uno se reconstruye. No hay nada dolor más profundo y más imaginario que el dolor del amor.  Algunas veces es un grano de café al que le das vuelta en la lengua con la boca, otras es el ataque de una bomba nuclear selectiva; una bomba que destruye solamente el mundo del que estaba enamorado, pero no el mundo normal, no el de las madres que lavan la vajilla y se secan las manos en el frente del delantal ni el mundo de los amigos exitosos con parejas que tienen tiempos completos en oficinas con grandes ventanas; no, esos mundos no los destruye la bomba nuclear del desamor y 
Hoy he hablado con una amiga a quién no había visto en 10 años. Hablamos del amor, hablamos de esa bola que te crece en el pecho cuando te abandonan, de ese doblar de la espalda hacia los rincones para  no ver la luz de frente, del pliegue del cuerpo en la cama cuando intentas resguardarte del desamor, del dulce momento justo antes de quedarte dormido cuando piensas que, al dormir, vas a poder olvidar por fin el dolor. Hace algún tiempo, tampoco diré que mucho, que no siento ese dolor, pero al pensar en él puedo recordarlo con la claridad con la que recuerdo cualquier olor entrañable de la infancia, puedo incluso sentir cómo se me eriza la piel y como una bola negra se me revuelve en el vientre bajo. 
Con el hombre con el que estoy ahora también sentí esa bola negra, y ese cerrazón de la garganta como si pasaras una píldora azul tan grande que te destruye la traquea, sin embargo, la primera vez, las primeras veces, uno creía que el mundo se acabaría; que la guerra nuclear imaginaria terminaría por derruir todo y que su halo de muerte seguiría aún cuando las amas de casas y los oficinistas no pudieran ver como el mundo se caía a pedazos. Ahora, diez años después (porque sí, he llegado a la edad en la que uno puede decir "diez años después") cuando siento la voluta oscura subiendo por el diafragma, aprieto la mandíbula y fijo mi mirada y me digo: "Ya pasará, aguanta sólo que pasará" Y pasa, y las amas de casa y los oficinistas tienen razón y mi dolor, por más profundo y azul y desgarrador, pasa. 
Con el hombre con el que estoy ahora llegué como uno de esos pobres toros de Pamplona a los que les abren la puerta del corral después de haberles acribillado el lomo a pinchos; corriendo, llenos de energía, de ímpetu para moverse, pero heridos. Él mismo me hirió, así como yo lo herí, unas cuantas veces antes de sincerarnos y decidir, como el capitán que quema las naves, que este era nuestro todo o nada; que soltábamos las amarras de ese amor juvenil y nos aventurábamos en otro amor. Y bueno, en Septiembre nos casamos. Y si habrá volutas negras, se tratará más bien de esos panes de horno, hogazas que partes en dos y compartes. 


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