miércoles, 4 de diciembre de 2024

Leal

Hace mucho que no escribo en un teclado. 
Las historias se forman en mi mente, ascienden como trenzas de humo que se tejen y aprietan solo para desaparecer más alto. 

Hoy pienso en un amigo. No tiene caso decir su nombre. Pienso en él y un gran éxito que ha logrado. Primero pensé que era el destino: que le tocaba, que ese éxito que se esperaba antes pero que llegó hasta ahora. Luego pienso que no, que el destino no existe, sino que los hechos, unos con otros se amontonan, se caen, se desbaratan y los volvemos a juntas hasta lograr algún tipo de escalón hacia algún lado. Y así vivimos todos, subiendo y bajando una inestable escalera que llamamos vida, días, planes...

No es, pues, el destino, sino la suerte, su trabajo, su permanencia, y que las cosas se conjunten en cierto momento, en cierto cruce. Lo celebro, pero parece que debo quedarme en silencio, un poco al margen. Con esa sensación que tienes cuando algún amigo cercano se va al extranjero, por una beca digamos, o porque se casa: hay alegría, pero también tristeza, sabes que es el comienzo de algo mejor, pero parece también el inicio de otra vida para ellos en la que uno no está. Es como despedirse en un aeropuerto, o peor aún, como los niños que desde la ventana del coche ven los aviones afuera, irse, lejos, altos, mientras ellos juegan con la mano, como si volara. 

Así me siento. Como una niña que juega con su mano a los avioncitos. 

No tengo consejos que darle. Quisiera. Pero siempre he tenido la sensación de que la gente prudente no necesita más consejos. La prudencia basta y sobra en un mundo de locos. Quisiera decir algo como: las instituciones son ideas, son ideales, no son las personitas particulares que se desbordan de miedos y que hacen un mierdero alrededor de todos. 

Pero, luego pienso que no, que las instituciones sí son, en cierto sentido, su gente. Por ejemplo, mi amigo. Gente que lucha por mejores espacios, por prácticas más justas, por hacer las cosas bien, por poner los acentos en los lugares correctos, por entregar los documentos a tiempos y garantizar el derecho de réplica, y todas esas cosas. Quizás habría que decir que las instituciones son su gente cuando está buena, y no cuando está es mala: el problema es que mi yo filósofo no me permite decir eso, no porque la contradicción de elegir qué gente es representativa o no, sino más bien, porque me niego a definir a alguien simplemente como "bueno" o "malo". 
 
Bueno. Hoy he vuelto a escribir, tan solo para decir esto. Felicidades, amigo.