martes, 27 de agosto de 2013

Bésame mucho

No estoy segura si la mujer es ciega. Sus ojos, sin embargo, están teñido de gris espejo, como las escamas de un pescado recién salido del mar... más aún: cómo los ojos reventados y cristalinos de un pescado en la escarcha de un aparador.
Son mis primeras horas en París. No es ese París misterioso de edificios largos color arena, es el París de la banlieue, gris y con anchos puentes grafiteados, con el pasto crecido y revoloteado por el viento del tren suburbano al pasar.
La mujer debe ser Consuelo Velásquez vuelta clochard. Jala una bocina en un caddy de metal y sostiene un micrófono arreglado con cinta aislante. Su voz es caramelo, espeso en sus bordes, expandiéndose lento. Yo que hace menos de 20 horas estaba en México, estoy ahora en el RER escuchandola cantar "Bésame mucho". Con ese patético sentimiento del que se cree exiliado, pero que no lo está, pero que es todavía un mero turista, me emociono con la canción y sus arreglos de campanillas. Me encontraré varias veces a esa mujer en la misma línea del RER, pero ésta vez, ésta, me emociona. Desconozco aún que el verdadero exiliado, cuando se afronta al recuerdo del origen no siente emoción sino duelo.

sábado, 24 de agosto de 2013

Baile Galés

Febrero, 2013. New College, Oxford, Inglaterra.
Fuimos a bailar música típica galesa (¿irlandesa, escocesa?). El salón era rectangular, amplio. El edificio dónde estaba parecía, ante mis escasos conocimientos de arquitectura, un castillo medieval.
Me divertí. Recuerdo el movimiento de mi cuerpo y el esfuerzo para moverme cada vez más rápido. Recuerdo la música: la música era verde, verde esmeralda y con olor a cuerdo y madera. La música era campanas de grueso metal.
Recuerdo a Caroline con su humor de tirita de seda negra bailarina. Recuerdo al chico de cara larga y cejas gruesas, parecido a John Lenon, recuerdo su insoportable forma de hablar, rápida y chocante y nerviosa y cómo la muchacha alemana que iba a con él tenía un rostro agradable. No recuerdo el rostro. Sólo su voz y su historia de exilio (de ese exilio de europeos entre europeos que no es exilio: porque se está demasiado cerca de casa).
Uno de los chicos al bailar apretaba mucho la mano y la cadera, pero bailaba con gusto. La gente en general un poco torpe y un poco confundida, bailaba, sin embargo, con ánimo.
En la barra de atrás, tragos y fanta en vasos de plástico. El hombre que guiaba el baile jugaba y yo me esforzaba por entender todo perfectamente aunque su acento ¿gales? me dificultará las cosas. A veces no entendía alguna broma, pero me reía igual.  Comenzamos a calentarnos tanto que tuve que quitarme el doble par de calcetas y todo el exceso de ropa que tría puesto.
Al salir, el frío volvía a cristalizarse en el vaho de la boca. 

viernes, 1 de febrero de 2013

Murió Bonifaz

Murió Bonifaz. 

Murió Sada, murió Bonifaz, murió mi padre. 
El final de la infancia (de la infancia real que se prolonga hasta la juventud) tiene que ver con la muerte de los héroes. Un día Superman se hace viejo, le cuelga la piel de los brazos, le cruje la espalda, se le suelta el vientre como a una embarazada y da pena hablarle tan alto para que escuche. Un día, los héroes se vuelven angustia y mueren. 

Y nosotras, nosotras nos quedamos desamparadas. No lo sabemos, no de golpe. Pensamos en la pérdida y en la tristeza de no ver en lo sucesivo al difunto. Pero el dolor  verdadero llega más tarde, cuando sabes que no estará allí para proteger (para cuidar la ciudad, para, como gárgola en algún tejado, salvar la ciudad con la mera vista). Y nos harán más falta cuando estén muertos que cuando estaban vivos. Y los recuerdos, los pocos que tengamos, se enrarecerán en la memoria de tanto repetirlos. 

Pienso en el último día que me despedí de mi padre en el aeropuerto y pienso en sus lágrimas. Pienso en las lágrimas que lloré cuando fuimos a visitar a Bonifaz Nuño en el Colegio Nacional; pienso en que abrace al maestro y en que su chaleco era de satín amarillo. Pienso en la última llamada de Sada y en la sangre en sus botas. 

Tengo un gran frasco de vidrio, con un ramillete de olorosas florecillas amarillas, cuyo nombre desconozco y que nunca había visto antes, pienso que estas flores son en honor a Bonifaz Nuño. Quiero pensar que de mi ramillito de flores sale un haz de luz que cruza desde aquí, la frontera con Siria, hasta México y que algo será, que algo simbolizará, aunque ese algo sea efímero y triste y solitario y casi nada. 

¿Qué nos queda? ¿Quién? Ni siquiera para verle de frente, sino tan sólo para velar la ciudad (como un héroe de cómic, como cualquier héroe) ¿Quién luchará entonces contra el mal de Montano, si nosotras ya nos hemos rendido?


***

Rubén Bonifaz Nuño, Fuego de pobres.

38
Esta noche de trenes,
de poblaciones emigrando,
de corporales sueños, de violadas
respiraciones en la arena
movediza del viaje, lo recuerdo.

(Fue, tal vez, necesario el incipiente
amor; callar a solas con extraños,
y las cosas más tiernas,
mientras la boca se endurece
y una crecida barba, de cadáver
reciente, me prolonga.)

Y sin embargo, cuántas veces
te habrán reconocido; por los ojos,
o por la ausencia que dejaste;
por el cabello sobre el hombro, al irte,
y el andar que descubre lo que eras.

Pues sé que nos pusieron,
al nacer, otro nombre, y un camino
que recorrer, y un tren para el camino.

Un tren sonámbulo que huye,
en dirección opuesta, irreversible,
de los que cruzan ya perdidos;
por un saludo heridos ya de muerte,
marcados para siempre, señalados;
buscadores de un signo en la mazorca
muchedumbre de rostros.

Y todo esto sin falta, aconteciendo; todo pasando,
todo viniendo y alcanzando y yéndose.

Amiga, no me olvides; no me olvides,
amigo; no te pierdas, espérame.

Como a la máscara del baile,
vengo de lejos a ocupar mi cara;
por detrás y en silencio, a mis balcones
lacrimales, al sabor de mi boca,
al olor de las cosas que esperabas.

Estoy sin tierra firme; estoy saliendo,
a donde quiero, de estas últimas
lentas horas de viaje que termina;
sombra larguísima, pantano
de silbatos, de ruedas que repiten
su palabra distinta a cada uno;
estaciones mendigas, como fechas
alumbradas apenas, donde duele
lo que se aprende dormitando.

No me olvides, espérame.

Yo, el de las cartas sin destino;
el de palabras no creídas,
el que siembra en lo oscuro, te lo pido.