Siempre he querido comerme el mundo. Cuando uno tiene 20 años eres como una ballena: puedes abrir la boca gigantesca y tragarte todo, acelerado el cuerpo mamífero por su peso inmenso, nada puede detenerlo, poderoso, el cuerpo juvenil puede con todo: tragarse el mundo, los libros, las tareas, los cursos, las eternas noches sin dormir y el sexo interminable con los labios embelesados de cigarrillos.
Es vergonzoso, patético de veras, como la edad nos convierte de ese ser que surfeaba la vida con toda gracia, en pequeños seres que se arrastran lentos en la tierra: los horarios, los pagos, las citas médicas; los hijos.
He llegado a la edad, sin embargo, en la que no puedes ya ni abrir la mandíbula: eliges tus batallas. Te defines por las decisiones, por tus gustos, porque casi literal cuentas con tan solo dos o tres segundos libres: no puedes dedicarlo a todo. La vida se vuelve una suerte de colador pequeñito -como esos que usan en Turquía para servir el té- en los que puedes cachar acaso tres cosas: una película en la noche, los viernes, un libro de poesía en los quince minutos de espera a que hierva el agua, lavarte la cara y los dientes antes de dormir. El cuidado personal se vuelve incluso un hobby. Incluso hacer el amor en la noche, debe de ser planeado con cuidado secretarial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario